16.11.12

Andrea y las linternas


Desde muy pequeño Andrea había tenido miedo a la oscuridad.

Cada noche, desde los tres a los siete años, su madre dejaba encendida la lamparilla con dibujos de elefantes azules y tigres de bengala verdes que se hallaba en la mesita de noche al lado derecho de la cabecera.

Cuando cumplió los siete años su padre le hizo el peor regalo de cumpleaños que nunca hubiera podido imaginar.

En la cena, después que soplar las siete velas y desear con los ojos bien apretados, que la felicidad que sentía en esos momentos durase para siempre, su padre se pronunció:

- Andrea, hoy ya eres un niño grande, a partir de esta noche se ha acabado dormir con la luz encendida.

Ni esa noche, ni durante algo más de una semana, pudo pegar ojo hasta que su madre, de escondidas, le entregó una pequeña linterna.

- Querido hijo mío, perdona a tu padre, te quiere y por eso hace lo que cree que es mejor para ti – dijo con los ojos nublados por las lágrimas contenidas – a partir de ahora, por las noches, cuando tu padre y yo ya estemos durmiendo, puedes encender esta linterna procurando que la luz no salga de tu habitación.

Desde entonces cada año recibía en secreto de su madre una linterna como regalo de cumpleaños.

Andrea aprendió que las noches no son solo para dormir.

Escondido entre sábanas, mantas, colchas y con ayuda de sus linternas, era posible leer tebeos, novelas, dibujar, pintar estrellas, o incluso escribir cartas de amor, la mayoría de las cuáles nunca llegaban a su destino.

Fue en uno de los campamentos escolares que olvidó la colección de linternas que había ido acumulando en el fondo del cajón de la cómoda de su habitación.

Las primeras noches se dormía después de mantener horas y horas de conversación con los compañeros.

Conversaciones que alargaba únicamente para que el sueño venciera su miedo a la oscuridad.

El problema venía cuando, en mitad de la noche, se tenía que levantar y recorrer el largo pasillo que separa su habitación de los urinarios.

Quiso entender que jamás podría prescindir de la luz y la tranquilidad que las linternas le proporcionaban.

Cuando regresó a casa empezó a comprar sus propias linternas.

Cada vez era más exigente con la luz que desprendían.

Unas no hacían la suficiente, otras deslumbraban, algunas tenían un tono anaranjado que lo inquietaba, otras eran de un azulado demasiado gélido …

Un día entre los miles de objetos que se apelotonaban en una parada del rastrillo encontró la linterna de su vida.

Estaba evidentemente usada, algo estropeada, diría que incluso más vieja que antigua.

Probó a ver si funcionaba y al pulsar el botón de encendido,

- ¡Es perfecta! – exclamó – es justo la luz que siempre he estado buscando.

La adquirió y se la llevó a casa, pero el miedo a que esa luz se apagase, que la linterna se estropease, le hizo primero reservarla para esos momentos en que el miedo era mas intenso e insoportable, para luego dejarla como un objeto más de la decoración de su habitación, en el lugar lo más cercano posible a su vista.

Las nuevas linternas que adquiría le servían para hacer más cómoda la noche.

Tener siempre a la vista la linterna de su vida era lo que le proporcionaba la tranquilidad suficiente para hacer frente a nuevos amaneceres.

Pensaba que si durante la noche habia sido posible contemplar una luz tan bella como la que recordaba de su linterna nada debía temer en su día a día.

Así pasaron los días, los meses e incluso diría que los años.

Una noche Andrea se despertó sobresaltado.

El miedo se había apoderado de él una manera cómo nunca antes había experimentado.

Corrió a encender todas las linternas que iba encontrando.

Las que guardaba en la mesita de noche, las del cajón del salón, la de la cocina e incluso la que reservaba al lado del cuadro eléctrico por si se iba la luz.

Ninguna de ellas, ni por si solas, ni encendidas a la vez, lograron calmar lo más mínimo sus temores, que esta vez iban mucho mas allá del miedo a la oscuridad.

Respiró profundamente, se dirigió de nuevo a su habitación, tomó con extremo cuidado la linterna que con tanto recelo había guardado y después de acariciarla, como si del más preciado de sus recuerdos se tratase, dio al botón de encendido.

- Ella no puede fallarme. Nunca lo ha hecho – pensó

Pero esta vez la linterna no emitió el más mínimo destello.

- No puede ser – se dijo entre sollozos mientras golpeaba la linterna – no puede ser ¡tú eres mi linterna!, ¡tú eres mi luz!, ¡te necesito!

Con uno de los golpes la linterna calló al suelo soltando la tapa que protegía el orificio por donde se insertan las pilas.

- Deben estar agotadas. No pasa nada, pondré unas nuevas y seguro que funciona – se decía para vencer su desconsuelo.

Fue cuando al sustituir las pilas comprobó que el líquido que desprenden las baterías por la falta de uso había estropeado definitivamente la maquinaria y comprendió que a partir de ese momento, o se conformaba con la luz de las otras linternas, o debía aprender a convivir con la oscuridad.